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Una duda razonable

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Por muy deportista que uno sea, un niño de siete años es un niño de siete años. Y si ese niño está sano y bien alimentado se convierte entonces en una dinamo, una fuente inagotable de energía, un semidiós, una fuerza de la naturaleza, un verdadero titán.

-¡Tito, tito!- exclamó el pequeño Gabi, mi sobrino de siete años, mientras me secaba el sudor de la frente después de vagabundear durante horas por el museo de la ciencia como si quisiéramos batir el record Guinness de distancia recorrida en un lugar cerrado antes del almuerzo. Había conseguido encontrar un lugar en el que sentarme en aquel museo concebido por algún descendiente del rey espartano Leónidas y pensaba, iluso de mí, que había dado esquinazo al pequeñajo, al menos por unos minutos. Pero si jugando al escondite uno pudiera ganarse la vida, mi sobrino Gabi sería un profesional como la copa de un pino. Exhausto, me había detenido y acomodado mis posaderas en una especie de escalón delante del cristal blindado que hacía de frontera del bosque tropical, una réplica de la selva amazónica a escala ibérica, cuando mi némesis me encontró. 

-¿Qué haces aquí, tito?- preguntó rebosante de energía y vigor infantiles.

-Estoy viendo esos peces- dije yo, señalando unas pirañas enormes que nadaban en aquella especie de pecera gigante que era parte del bosque inundado con la parsimonia y la tranquilidad de un político en el congreso de los diputados, completamente ajeno a lo que puede estar sucediendo en el mundo real. Incluso la boca del temible pez me recordó a algún personajillo conocido, de esos que se tienen por la reencarnación del gran Demóstenes porque saben leer de un tirón los discursos que otros escriben para ellos. Fue entonces, mientras divagaba mentalmente sobre la antropomorfización de los animales en la historia de los dibujos animados, cuando mi sobrino, merced a su maravillosa vista rayos X, reparó en un detalle que a mí, cómo no, me había pasado desapercibido.

-¡Mira, tito, un grillo!

Y sí, ahí, contrastando con el frío y aséptico cemento del suelo, a unos centímetros del cristal que nos separaba de las pirañas y otros simpáticos peces amazónicos, un grillo se movía con paso milimétrico. ¿Qué hacía ahí aquel animalito, lejos de su hábitat natural? Los pasos apresurados e inconscientes de otros visitantes sugerían un trágico destino para nuestro nuevo amigo, muerte por aplastamiento, con toda seguiridad, y tanto Gabi como yo pensamos que lo mejor era ponerlo a salvo cuanto antes. 

-Cógelo con cuidado- ordené a mi sobrino.

-Cógelo tú, a mí me da miedo.

-Sólo es un grillo, por Dios bendito.

Intenté coger con cuidado al pobre insecto, bautizado ya Benito, pero tal vez ajeno a la bondad de sus salvadores se mostró huraño y esquivo en todo momento. Por fin, abrí el sobre en el que había metido un lápiz multicolor que le había comprado a mi sobrino en la tienda del museo y, todo mimos y paciencia jobiana, conseguí introducir en su interior al bichejo. Rápidamente nos dirigimos al bosque inundado. Fue franquear la puerta de entrada al recinto y sentir la humedad y temperatura selváticas acariciando nuestra piel. Árboles frondosos, plantas de un verde sobrenatural, sonidos exóticos y una amable lluvia artificial nos dieron la bienvenida a esta pequeña réplica del Amazonas. Buscamos un lugar discreto y, tras abrir el sobre de papel manila, liberamos a Benito quien, agradecido, nos dedicó un entrañable frote de antenas. Gabi y yo nos miramos y sonreímos. Acto seguido, un gran pájaro surgió de la nada y se tragó a nuestro grillo Benito como si nunca hubiera existido.

-A lo mejor Benito había logrado escaparse de aquí- sugirió mi sobrino Gabi. Y a mí me pareció una duda de lo más razonable.

 

 

Para Gabriel Romera García

Jorge Romera Pino

Barcelona, 12 de septiembre de 2012



¿Los parados también tienen vacaciones? El Gran Bachimala (3.177 metros)

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“La pista es perfectamente circulable”, había leído en el blog de un montañero cuyo nombre ya había olvidado. Después de un kilómetro conduciendo por aquel camino lleno de piedras, desniveles y socavones profundos como cráteres volcánicos me pregunté a mí mismo qué significaba exactamente para el autor de aquel blog la expresión perfectamente circulable. ¿Perfectamente circulable para un hovercraft, uno de aquellos aerodeslizadores que parecían levitar mientras cruzaban el Canal de la Mancha? Miré el cuentakilómetros, que había puesto a cero al comenzar la pista, y me contenté al observar que ya habíamos completado el segundo kilómetro. Sólo quedaban ocho. A aquel ritmo, sólo cincuenta minutos más y estábamos en el refugio. Cincuenta minutos, nada, una vida.

Nuria, con su vista de halcón, me iba indicando la mejor ruta a seguir. Lo cual no era óbice para que algunas piedras díscolas, con personalidad (¿petridad?) saltándose el guión decidiesen meterse debajo de alguna de las ruedas y luego salir impulsadas contra los bajos de mi pobre Daewoo como si fuesen uno de aquellos hombres bala del pasado circense. Me relajé pensando que el mes pasado había cambiado el tubo de escape después de partirse en dos gracias a un socavón minúsculo al lado de estos, una minucia que apenas me había costado doscientos euros, una fruslería, lo que me gasto cada día en chicles, caramelos, pipas.

A medida que íbamos ganando altura el paisaje se hacía más impresionante, y la pista perfectamente circulable también. El dueño del refugio me había dicho que los últimos doscientos metros de la pista estaban bastante mal, y yo me envalentoné pensando que no podían ser peor que los kilómetros que ya llevábamos a la espalda. Como es natural,  me equivoqué. Fue en mitad de una rampa. ¡No te pares ahora!- exclamó Nuria, y no sé por qué, yo me paré. Mi idea original era dejar el coche aparcado antes de llegar a los últimos doscientos metros. ¿De verdad pensaba que habría una señal colgada en algún árbol que dijera “Atención,  tontorrón, ya sólo faltan 200 metros”? 

Le di a la llave de contacto, pisé el embrague, metí la primera, quité el freno de mano, levanté suavemente el pie del embrague… y el coche no se movió ni un milímetro. Las ruedas giraron sobre sí mismas levantando tierra y polvo mientras allá en lo alto el sol poniente enrojecía la cresta del Posets, el segundo pico más alto del Pirineo, y yo ni siquiera me sentí poético. Nuria decidió salir del coche para empujar, pero no hubo manera. Un Renault francés se detuvo detrás nuestro y luego un todoterreno,  y otro más, todos a una distancia prudencial. Hombres vigorosos y enérgicos, henchidos de optimismo y fe en el ser humano salieron de sus poderosos automóviles dispuestos a echar una mano, arrimar el hombro, dar una palmada en la espalda. He ahí el espíritu de la montaña. Y esta vez sí. Mi Daewoo salió catapultado como un cohete con este humilde servidor dando tumbos dentro del habitáculo mientras mapas, paquetes de pañuelos, gafas de sol y cantimploras con agua del grifo saltaban en todas direcciones.

Sudorosos, taquicárdicos pero felices de llegar por fin, Nuria y yo hicimos los preparativos para pasar la noche y nos dirigimos al refugio por una senda que se adentraba en un bosque de pinos y rododendros. De acuerdo al plan pactado, ella dormiría en el refugio y yo en algún remoto escondrijo que aún tenía que encontrar. Llamadme pijoteras, pero soy incapaz de dormir en un refugio lleno de gente.  Años de montaña así lo atestiguan. Hay personas, seres humanos, que antes de posar la cabeza en la almohada ya están roncando. Y hay personas, vamos a decir también seres humanos, que no. Por desgracia yo pertenezco a este segundo grupo. Por alguna inexplicable razón, los ronquidos me impiden dormir. Lo he intentado de todas las maneras posibles: yéndome a dormir a las ocho de la tarde, cuando los parroquianos del refugio aún están esperando la cena cuchara y tenedor asidos en sendas manos con apetito lobuno; poniéndome tapones de cera, de silicona, de espuma; practicando meditación transcendental; contorsionando mi cuerpo en inverosímiles asanas de yoga; contando ovejas, ardillas, pájaros carpinteros, koalas… Todas ellas con un éxito nulo. Pero esta vez será diferente, me dije a mí mismo. Esta vez dormiré bajo las estrellas.

El dueño del refugio me había dicho que no estaba permitido acampar en las inmediaciones. Yo le contesté que no se preocupara, que haría falta una jauría de sabuesos para encontrarme, no en vano había hecho la mili en la Compañía de Operaciones Especiales número 61, en Burgos. Poco antes de las diez de la noche me despedí de Nuria en la puerta del refugio. Ella parecía preocupada. ¿Sabrás encontrar el camino hasta el coche con esta oscuridad? Puse los ojos en blanco. Por favor, soy un boina verde.

Cuarenta minutos más tarde todavía estaba dando vueltas por los alrededores del refugio, tropezando, maldiciendo, mis tobillos amenazando con violentas rupturas, jurando y perjurando a los cuatro vientos. A ver, ¿dónde cojones estaban las marcas rojas y blancas que indicaban el camino y se veían por la tarde tan clara y distintamente? ¿Y por qué narices no las habían pintado con pintura fosforescente? ¡Joder!

Eran casi las once de la noche cuando entré de nuevo por la puerta del refugio. Aún había luz. El guarda, un aragonés que frisaría los sesenta, curtido por el frío y el sol de las alturas, me miró sin pestañear.

-Esto.. soy yo, el tipo del sueño ligero. Verá, me he perdido…

El guarda me acompañó hasta la puerta flemático y me señaló una pista por la que, ahora lo veía, había subido con su todoterreno. “Si sigues unos trescientos metros por la pista llegarás al aparcamiento. No tiene pérdida”. Le di las gracias un tanto avergonzado y al cabo de cinco minutos ya estaba junto a mi maltrecho Daewoo.  Busqué el lugar para acampar que horas antes había juzgado como aceptable y extendí una manta. La idea era colocar encima mi pequeña tienda de una plaza. Volví al coche en busca de la tienda y regresé al lugar de acampada. Pero, no. En realidad no hacía nada de frío, y con mi saco de hasta 20 grados bajo cero -temperatura extrema-, 0 grados -temperatura de confort- tenía de sobra, así que vuelvo a enrollar la tienda pero no consigo meterla en su funda. No importa. Voy al coche y la dejo allí de cualquier manera. Vuelvo. Ahora sobre la manta hay una araña del tamaño de un sapo. Por Dios, menudo bicharraco. Hasta se me apaga la linterna frontal del susto. Me la imagino paseándose por mi cara mientras duermo como Pedro por su casa. Pasando de dormir al raso. Vuelvo al coche a por la tienda. Tropiezo un par de veces mientras mi frontal juega al despiste. Regreso con la tienda. Vuelvo al coche, no sé dónde he dejado las piquetas. Aquí están. El que dijo que esta tienda se montaba en cinco minutos debía ser el mismo que dijo que la pista era perfectamente circulable. Tras veinte minutos peleándome con las varillas y en arduas negociaciones con el sobretrecho, consigo algo parecido a la prometida “geometría iglú”. Ahora viene la parte  más divertida: inflar el colchón de aire. No encuentro el aparato para hincharlo que compré en el carrefour y la perspectiva de hacerlo a pulmón libre se me antoja excesivamente audaz a estas horas de la noche. Busco en el maletero con creciente nerviosismo. Por fin, detrás de una máquina de escribir (¿qué hace aquí mi vieja Olivetti?) aparece la bomba de aire. Suspiro. Regreso a la tienda. ¿He cerrado bien el coche? Voy y vuelvo, me duelen las piernas de tanto viaje. Inflo el maldito colchón empujando el artilugio con el pie en el tiempo que se tarda en leer una novela corta. En el proceso de inflado constato que hay otra araña en el sobretecho, ésta más musculosa que la anterior, como anabolizada, y me felicito a mí mismo por mi sabia decisión.

Me meto en el saco. Cierro los ojos. A dormir. Me pongo en posición fetal hacia la izquierda. Algo me tira hacia la derecha. Me giro hacia esa dirección y casi me caigo del colchón. No me jodas que he plantado la tienda en un terreno con inclinación. Por Dios, un error de novato como ése. Intento dormir boca arriba. Imposible. Tenía un amigo que dormía como un rey medieval enterrado en su sepulcro. Majestuoso en su forma de yacer, como muerto. Sólo le faltaba la espada. Lo intento pero no puedo. Las maneras de dormir son inflexibles. Las horas pasan lentas como orugas, reptando, y no dejo de decirme a mí mismo que no pasa nada, que la montaña que se supone tenemos que subir dentro de unas horas sólo mide 3.177 metros, que soy un tipo cachas y eso me lo subo yo a la pata coja. Naturalmente, estoy utilizando la técnica de la intención paradójica ideada por el eminente Viktor Frankl, el psiquiatra que sobrevivió a los campos de exterminio nazi para contarlo en su libro “El hombre en busca de sentido”. Pero nada, debo ser la excepción a la norma, la piedra en el zapato del gran Viktor. En esta puñetera tienda no hay quien duerma. Y cuando por fin oigo llegar un coche y miro mi reloj, constato con alivio que son ya las seis de la mañana, diana, hora de levantarse. Desmonto el tinglado en tres segundos y a las siete ya estoy en la puerta del refugio. Allí está Nuria, hermosa incluso con la linterna frontal en la cabeza, bebiendo a sorbos su té rojo. Lozana, con esa piel satinada de quien ha dormido el sueño de los justos, me pregunta “¿has dormido bien?”. Yo miro la cresta del Posets, que con sus 3.370 metros es sólo un poco más alto que la montaña que vamos a subir, pero está tan arriba que la nuca me duele de levantar tanto la cabeza para poder verlo bien. “¿Has dormido bien?”, repite su pregunta. Y yo sólo puedo sonreír y contestarle “como un tronco”.

 

 

 

Para Nuria, que consiguió subir su primer tresmil.

Jorge Romera Pino, 19 de septiembre de 2012


¡Oh, no! ¿Un nuevo premio?

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Cuando el otro día, presa de la emoción (“¡No puede ser, esto no puede estar pasando!”), constaté con incredulidad que me había tocado el reintegro de la primitiva (1 euro), intuí que algo extraordinario estaba a punto de suceder. Ajeno al drama que se estaba gestando, abrí mi blog y allí estaba. Inma, confundiéndome con algún otro blogger resultón, me había nominado para los Versatile blogger awards. En un destello de genio que denota mis profundos conocimientos de la lengua del bardo inmortal, deducí que versatile significa versátil sin tan siquiera buscar mi diccionario Collin’s que utilizo habitualmente para impedir que la puerta de mi habitación se cierre de golpe cuando hay corrientes de aire, así de práctico es el inglés.

Dicta el protocolo que debo agradecer el gesto a quien me nominó. Inma, gracias. Esta mañana, a las 6:30 a.m. (sé perfectamente que escribir a.m. mañana resulta un poco redundante, pero quería dejar claro que no suelo levantarme a las seis de la tarde) estaba despierto dándole vueltas a la cabeza sobre qué diantres escribir en esta entrada. Dicta también el protocolo (el protocolo es un tirano y un déspota y un mandón) que tengo que escribir siete cosas acerca de mí. Como ya lo hice en el Seven Things, y quisiera reducir al mínimo la probabilidad de que mis posibles lectores (¿hola? ¿hay alguien ahí?) entren en coma profundo, plagiaré el modelo de Inma quien, después de todo, es la culpable, quiero decir la causante, de que yo esté ahora ejercitando neuronas que ni siquiera sabía que existían.

1. Tengo una novia que dice que soy un antiguo porque ya nadie dice “novia” o “novio” sin sonrojarse, títulos que yo mantengo no para llevarle la contraria (bueno, a veces sí)  sino por pura coherencia, no en vano todavía calculo el precio de las cosas en pesetas. Se llama Nuria, por si alguien tiene dudas a estas alturas, y es lo suficientemente versátil como para calzarse unas botas de montaña (sus famosas “airunitas”) o unos zapatos de tacón y estar siempre guapa, o como para disfrutar igualmente con la lectura del último best seller o de “Ana Karenina”, o ya puestos a ascender hacia el culmen literario, este blog. Y que, pase lo que pase, siempre está ahí para animarme.

 2. Tengo un padre, que se emancipó hace unos años, y se está recuperando de una operación de rodilla. También él es versátil, pues siendo un hombre de los de antes, le pegó tanto a la morfina la semana pasada que a punto estuvo de presentarse en el hospital la brigada antivicio (Badalona vice). Le salvó un pequeño detalle: y es que en ese maldito hospital no hay quien aparque el Ferrari Testarossa.

3. Tengo una madre, modelo de versatilidad, que antes de que mi padre se emancipara hacía malabares para llegar a fin de mes sin que la familia notase la escasez de capital. Y cuando mi padre se emancipó siguió haciéndolos para llegar a fin de mes y pagarse una modesta pensión, aunque claro, en ese punto de su vida ya tenía mucha práctica.

4. Tengo también un hermano, que aunque nunca lee este blog no por eso voy a dejar fuera. Antes de que Sony decidiese buscar paraísos más soleados, trabajaba en la fabricación de pantallas de plasma. Ahora, aunque su lugar de trabajo sigue siendo el mismo, trabaja en algo relacionado con cambios de marchas. Y es que como dijo hace milenios el oscuro Heráclito, la vida es cambio (coleguita).

5. Tengo un sobrino, Super Gabi. Él sí que es versátil: juega al escondite, al pilla pilla en las escaleras mecánicas de un centro comercial o a la oca con igual genio y figura. Lo que sea con tal de jugar, y de ganar.

6. Tengo un montón de amigos que se asoman a este blog y he conocido gracias a internet, y a alguno fuera del ciberespacio, que escriben sus propios blogs, o no, pero que están ahí leyéndome y animándome, porque un escritor se nutre no sólo de lecturas y experiencias, necesita también lectores fieles.

7. Y tengo también una novela en busca de editor, que se titula igual que este blog, y que intenta abrirse paso en la oscura jungla editorial, con sus depredadores sin escrúpulos, sus indiferentes plantas carnívoras, sus sierpes de lengua bífida y sus arenas movedizas, pero también, espero, con sus lagos azul turquesa y sus elevados saltos de agua donde, en ocasiones, un repentino arco iris te demuestra que la vida aún puede ser hermosa.

Y ahora mis nominados:

1) En categoría especial, un bloque con mis nominados del Seven Things que, a riesgo de repetirme, se han convertido en autores a los que vuelvo cada día: 

chancano.wordpress.com

lapuertaentornada.wordpress.com

alterfines.wordpress.com

merino1957.wordpress.com

dessjuest.wordpress.com

nosht.wordpress.com

homefosc.blogspot.com

Y a continuación seis nuevos, que sumados a los anteriores como un todo, hacen siete:

patchworkdeideas.blogspot.com.es y es que Inma, a pesar de haberme nominado (y de acabar con el stock de olivas de cualquier bareto), escribe jodidamente bien. Por eso le devuelvo el favor, no vayan a pensar mal.

mercedesmolinero.wordpress.com el blog de Mercedes

teclalinda.wordpress.com el blog de Concha

masducados.blogspot.com.es el blog de Jesús

aniazaulada.wordpress.com el blog de Ana

avernolandia.wordpress.com el blog de Nieves

violetasdormidas,wordpress.com el blog de Azo

¿Cómo dices? ¿Qué me han salido ocho? Bueno, yo soy de Letras.


Hasta que los corderos se conviertan en leones

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Ella le suplicó que no acudiese a la manifestación, que no iban a arreglar nada y además era peligroso. Él la tachó de sumisa y cobarde, aunque estaba perdidamente enamorado de ella. 

Se habían conocido apenas un mes antes en una discoteca y desde entonces cada encuentro había sido más intenso que el anterior. Ella era enigmática y un punto distante, pero tan hermosa y ardiente en la cama que no podía quitársela un minuto de la cabeza. Y él era un tipo grande y peligroso, demasiado rígido y desobediente como para acatar unas normas que le parecían estúpidas.

Pensaba que irían juntos a aquella manifestación. Ambos estaban de acuerdo en que aquella política de recortes no podía seguir, que aquellos políticos hipócritas deberían haber comenzado predicando con el ejemplo y recortarse su propias prebendas. Pero ella se excusó alegando que no podía faltar a su trabajo, que tenía que pagar una hipoteca,  todas esas razones que la gente da cuando no quiere hacer lo que tiene que hacer. 

La noche del día programado para la manifestación se despidieron de una manera tan fría que él se giró para ver cómo aquella rubia cabellera brillaba bajo la tenue luz de una farola y luego se apagaba como tragada por la oscuridad, preguntándose si volvería a acariciar aquellos rizos dorados. Y al día siguiente él estaba allí, al frente, sintiéndose como un guerrero medieval antes de comenzar la batalla. Bajo sus holgadas ropas llevaba una auténtica armadura. Coderas, espinilleras, un chaleco blindado que le protegía toda la zona del tórax. Un casco de moto, unas botas con puntera de acero, guantes de trabajo  y un par de puños americanos (Dios salve a América) completaban el atuendo. 

La carga policial no se hizo esperar. En cuanto el político de turno dio la orden los antidisturbios, ahora “brigada móvil” aunque con aquel eufemismo no engañaran a nadie, empezaron a repartir estopa. Estar al frente de una manifestación puede subir la adrenalina de cualquiera, una hormona que multiplica tu fuerza de tal manera que lo que considerarías una proeza física sin precedentes se convierte en algo posible. Los manifestantes coreaban proclamas y corrían. Las porras de los antidisturbios caían una y otra vez inmisericordes sembrando el pánico, pero él tampoco era manco, y rompió alguna que otra rodilla policial de una patada, y quizá un par de costillas. En aquel campo de Agramante en que se había convertido la manifestación tras unos minutos, consiguieron acorralar, él y un par de individuos más, a uno de aquellos policías que había cometido el error de separarse de sus compañeros. Y fuera de la manada, un lobo no es nada. Sobre todo si tres tipos con puños de hierro y la sangre latiendo en sus sienes consiguen rodearlo.  A veces los corderos se convierten en leones. 

Fue él quien dio el primer golpe, y también el último, pues fue tan demoledor que el policía cayó al suelo en medio de una serie de espasmos. Los otros salieron huyendo, pero él no. No él. Se arrodilló para quitarle el casco y contemplar su trofeo, escupirle a la cara, rematarlo si era necesario. Fue entonces cuando volvió a ver los rizos dorados de aquella rubia cabellera.

 

Jorge Romera Pino

Barcelona, 1 de octubre de 2012


Vacaciones en el mar

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Aquel viaje no comenzó con buen pie. Se suponía que era un crucero de placer y a las dos horas de haber zarpado, más de la mitad del pasaje estaba vomitando por la borda, con el consiguiente regocijo de la fauna marina. Los miembros de la tripulación, aún exhibiendo profesionales semblantes de consternación, no podían evitar sonrisillas de complicidad y miradas de inteligencia al cruzarse en cubierta, como diciendo “pardillos”. 

En tales circunstancias una aventura romántica, un flechazo o un affaire, estaban descartados de antemano, lo que dicho sea de paso constituía una tragedia casi tan grande como una colisión con un iceberg, pues muchos de los pasajeros habían ido hasta ahí en busca de un romance. 

El azar, sin embargo, quiso que aquella odisea no fuese completamente en vano. El azar es así, díscolo, imprevisible, caprichoso. Ella estuvo a punto de caerse al suelo en un movimiento brusco de la embarcación. Él, fuerte y dinámico, la sostuvo por la cintura. A veces las circunstancias adversas facilitan un preámbulo, proporcionan la excusa perfecta para iniciar una conversación, y el hielo no tiene que romperse porque ya se ha roto antes en mil pedazos. 

Como suele suceder en tales ocasiones, tras una hora de charla ambos tenían esa paradójica aunque agradable sensación de conocerse de toda la vida. Cenaron juntos y más tarde, con la discreción propia de estos casos, decidieron compartir camarote. La noche fue movida, y no sólo a causa de los vaivenes producidos por el temporal. 

La luz del amanecer, entrando a raudales por el ojo de buey, los encontró abrazados y aún dormidos, sonrientes, como si en sus respectivos sueños ambos hubieran tomado una determinación. Ella no le contaría que su  marido la maltrataba, que antes de la ruptura acaecida diez años atrás le dio tal paliza que tuvieron que practicarle la cirugía plástica. Él nunca le revelaría que pegaba a su mujer, que  los hermanos de ella juraron matarle si algún día daban con su paradero, y él tuvo que acudir a un buen cirujano plástico para cambiar de identidad y salvar la vida, hacía de eso ya diez años. ¿Habíamos dicho algo del azar?

 

Jorge Romera Pino

Barcelona, 4 de octubre de 2012


Hasta pronto

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Tanto el pequeño balandro como su patrón empezaron a sentirse cansados.  El viento, el sol, el frío y el agua salada comenzaron a notarse en su madera y en su piel. Los amaneceres dejaron de ser tan inspiradores y los crepúsculos tan cargados de promesas, y hasta la línea del horizonte comenzó a perder esa belleza del más lejos todavía. 

Tras mucha reflexión, el patrón decidió dirigir su embarcación a puerto. En el dique seco, tal vez, podrían arreglar aquellas vías de agua, poner de nuevo a punto su pequeño velero. Y él podría tomarse un descanso, caminar en tierra firme sin rumbo fijo, encontrarse a sí mismo y recuperar la gracia del mar, quizá, aún no irremisiblemente perdida.

 

 

El autor de este blog se siente como ese viejo patrón. Necesita encontrarse a sí mismo, recuperar la promesa del sol hundiéndose en las aguas. Por eso conduce ahora mismo este blog al dique seco. Pero no es un adiós definitivo. Es sólo por un tiempo, hasta que vuelva a sentir esa belleza del azul infinito.

Gracias a todos.


A la manera de Proust, que rima con Dessjuest

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Estaba leyendo una entrada en el (im)prescindible blog del genial Dessjuest sobre una serie de televisión ambientada en la esplendorosa e imperial Roma cuando, cual magdalena proustiana impregnada en té, me ha venido a la mente un episodio de mi remoto pasado: mis primeras vacaciones como “adulto” en Lloret de Mar. 

Yo tenía a la sazón dieciocho años recién cumplidos, de ahí que haya entrecomillado la palabra “adulto” con pleno conocimiento de causa. Mis padres me ayudaron a encontrar una pensión barata en aquella villa costera y luego se marcharon tan felices. Mis progenitores, gente inocente y temerosa de Dios, no sabían, yo sí, que aquel antaño pueblecito de pescadores no era otra cosa que la nueva Sodoma y Gomorra. Donde años atrás hubo redes, barquichuelas calafateadas y aparejos de pesca ahora, en los albores de la década de los ochenta, surgían de la nada megadiscotecas con espectáculos de láser y bolas de espejuelos, se erigían hoteles con camas de colchas listadas, se elevaban bloques de apartamentos con multicolores toallas playeras ondeando en sus balcones como banderas que defendiesen  el amor libre. Frescos racimos de jóvenes holandesas, inglesas, belgas, francesas (no, por aquel entonces las rusas aún no existían) y de otros países -que suelen destacar por su escasez de luz solar, sus mujeres fragantes y hermosas, y sus hombres con cara de salmón ahumado tras dos días de sol y playa- deambulaban por el paseo que desemboca en el mar mientras destilaban esa sensación de inabarcable plenitud que únicamente poseen quienes han descubierto el secreto de la inmortalidad.

Mi plan original era pasar dos semanas allí, la primera solo y la segunda con un par de amigos que subirían desde Barcelona. La idea de estar en aquella ciudad del pecado una semana yo solo me producía una excitación salvaje imposible de traducir en palabras. Habrá lectores que pensarán “puedo entenderlo perfectamente, yo sentí lo mismo la primera vez que fui a votar”. No, no me estaba refiriendo exactamente a ese tipo de excitación.

Las múltiples discotecas, con sus luces de neón y sus cantos de sirena new wave, me arrastraban con su poder sobrenatural. El día, no obstante, tenía veinticuatro horas. Se erguía ante mí un problema de dimensiones formidables: qué diantres hacer con todas las horas que no pasara en aquellos antros de humo, ruido y perdición.

Contra todo pronóstico nunca he sido un animal playero. Lo sé, puedo oír los abucheos, todos esos sonidos de acre desaprobación. Todo ese culto al cuerpo para no ser más que un vulgar vampiro, un espectro de la noche. La verdad es que pasarme todo el día al sol vuelta y vuelta rebozado en arena como si fuese una croqueta gigante no coincidía exactamente con mi idea de la diversión. ¿Qué hacer? Ésa y otras preguntas fundamentales (¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Qué me pongo yo esta noche?) atormentaban mi psique aún dúctil y adolescente. En aquella encrucijada, en aquel posible callejón sin salida, el azar, como tantas veces, jugó un papel determinante. Dicen que en algunos estados de Norte América es frecuente encontrar una Biblia en el cajón de la mesilla de noche de la habitación de cualquier hotel. Yo no me encontré una Biblia en aquella pensión de mala muerte, hubiera sido demasiado irónico en aquel lugar, pero sí un ejemplar de “Yo, Claudio”. Y así Robert Graves me salvó la vida, tal vez literalmente, pues quizá ahora estaría muerto a causa de un melanoma maligno contraído por un exceso de sol y aburrimiento. 

Aquella semana que pasé solo en Lloret de Mar conocí un par de chicas, aunque no fue un conocimiento en el más estricto sentido bíblico (hizo falta la ayuda del Séptimo de Caballería, que llegaría una semana más tarde desde Barcelona en la forma de mis dos amigos, para que ese tipo de conocimiento tuviera lugar), di muchos paseos solitarios, aprendí mi primera frase en inglés (“what’s your name?”) -con resultados espectaculares para tan pequeña inversión neuronal- y, sobre todo, leí “Yo, Claudio”. 

Así que, desde aquí, mis gracias a mis padres, por su bendita ingenuidad, a Robert Graves, por escribir tan magnífica novela, al azar una vez más, y a Dessjuest por su poder de evocación. Los caminos de la memoria son inescrutables.

 

Jorge Romera Pino

Barcelona, 19 de noviembre de 2012


¿La libertad es el premio? No me jodas

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Siempre he tenido un sexto sentido para las contradicciones. Quizá por eso me llegó a apasionar tanto la lógica matemática que desperdicié los mejores años de mi vida con esa disciplina. Luego llegó Kurt Gödel y me despertó de mi sueño dogmático, un poco como le pasó a Kant con Hume, pero en plan modesto. ¿Cómo era posible que un tipo con la inteligencia de Gödel, el autor del teorema lógico matemático más famoso de todos los tiempos, muriese de inanición porque su mujer, que era la única de la que se fiaba a la hora de poner la mesa, tuvo que ser hospitalizada y por tanto no pudo hacerle la comidita durante unos días? Y eso que vivía a cuerpo de rey en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, que el tipo podía pedir una tortilla de champiñones y se la hacían al momento. Pero el bueno de Kurt no se fiaba de nadie a la hora de comer y se murió de hambre. Lo sé, lo sé… un estudiante de filosofía no tiene por qué conocer la biografía de los autores que estudia, ya me lo decía mi ínclito profe de lógica. ¿Pero acaso la filosofía no es el arte de hacerse preguntas? Así que dejé la carrera, adiós muy buenas, lo que no significa que me practicasen una lobotomía al salir de allí para siempre (aunque hay gente que piense lo contrario).

De modo que voy por la calle con talante contemplativo, filosófico, contabilizando alelados whatsappearores que colisionan entre sí como bolas de billar después de un potente saque inicial, cuando casi me doy de bruces con el cartel publicitario que encabeza estas líneas. “La libertad es el premio”, reza el eslogan. Yo no soy un experto en semiótica como Umberto Eco, vale, pero aquí hay algo que no huele bien. Noto un tufo raro como a pescado podrido. Miro a mi alrededor,  por si hay algún contenedor de basura cercano que ha quedado accidentalmente abierto, o he pisado inadvertidamente una mierda de perro, algo que la experiencia me sugiere que no es del todo imposible caminando por esta bella ciudad. Pero no distingo contenedor alguna en muchos metros a la redonda, y las suelas de mis zapatos por una vez están impolutas. 

Veamos, ¿qué tenemos aquí? Si hacemos abstracción de la imagen reflejada en el cristal debajo del cual queda encerrado el cartel publicitario (tampoco hay que pasarse de listillo con el análisis), nos encontramos con un mugriento muro, propio del extrarradio de una gran ciudad, de un suburbio, de un gueto. Un sitio donde la gente dice “¿qué pasa, colega?”, “mira que te meto”  y cosas así. Sobre él, alguien que fue a la escuela cuatro días e hizo novillos dos de ellos ha pintarrajeado “La libertad es el premio”, donde “libertad” y “premio” aparecen en mayúsculas y con un tamaño algo mayor que el resto de palabras para que no pasen inadvertidas al lector medio de este culto país. En el centro del muro han practicado un boquete a través del cual puede contemplarse un paisaje idílico: las Torres del Paine, en la Patagonia. 

Una pequeña exégesis del cartel publicitario por parte de este humilde servidor nos lleva al siguiente mensaje, que es lo que presumiblemente han querido transmitir las luminarias que lo concibieron: “¿Harto de vivir en un gueto de mierda, de ser un pobre diablo, de no tener una casa con piscina, spa y mayordomo inglés? ¿Hasta la coronilla de verte obligado a esperar el autobús mientras el payaso lifteado de turno se ríe de ti dentro de su Ferrari  con esa rubia de copiloto que parece venir ya incorporada de serie? ¿Hastiado de que en tus fiestas de cumpleaños los invitados no sean nunca más de cinco y para colmo te pregunten siempre por Ferrero Rocher mientras tú tienes que mirar para otro lado? ¿Harto de que te ignoren hasta las palomas de la plaza Cataluña cuando les tiras migas de pan? ¿Cansado, en suma, de esa rutina de vida que llevas y puede resumirse en una sola frase: de-casa-al-trabajo-y-del-trabajo-a-casa? ¿Cómo? ¿Que ni siquiera tienes un empleo de mierda, infeliz? Pues todo eso se acabó. Es historia antigua. ¡EuroMillones, coleguita! La gran solución. La panacea. 15 millones de euros de BOTE, pedazo bote que te cagas. Y luego a vivir del cuento, chaval, a chupar del bote (nunca mejor dicho). A patearse la pasta, que son cuatro días, joder. Carpe Diem, que ya lo dijo el Horacio ése hace ni me acuerdo”.

Y uno lee eso y ve las montañas y los lagos, ese lugar edénico y lejano, perdido entre las brumas de lo inalcanzable, la Patagonia, tío, y se siente, se siente… ¿cómo se siente? ¿Extático? ¿Levitatorio? ¿Esperanzado? ¿Motivado? ¿Sublime? Se siente, se siente… estafado, cuando advierte en el margen inferior derecho del cartel publicitario lo siguiente: “Loterías y Apuestas del Estado”. No me jodas. ¿Del ESTADO? ¿Ése que vela por todos nosotros? ¿Ése que se señala a sí mismo en mitad del pecho robótico cuando cacarea con voz gangosa “Estado del Bienestar”? Y ahí, como una serpiente enroscada, se oculta la contradicción, el absurdo, el callejón sin salida, la jodida ironía. No, amigo lector, la libertad no es el premio. La libertad es… el PRECIO.

 

Jorge Romera Pino

Barcelona, 26 de noviembre de 2012



Cuento de navidad, a mi manera

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DSC01661 (2)Desde que se enteró de que los Reyes Magos eran los padres, odiaba la navidad. Se puso al día gracias a  Ricardito, que ya sabía con certeza que los niños no venían de París, o al menos no todos, cuando sus compañeritos de clase aún estaban aprendiendo el orden de las vocales. Con el paso de los años adquirió una especie de gastritis condicionada, y siempre que oía la palabra “navidad”, o simplemente la expresión “fechas entrañables”, sentía unos ardores de estómago tales que ni siquiera la sal de fruta “Eno” era capaz de mitigar. La climatología, siempre deplorable en la apolillada piel de toro, tampoco ayudaba precisamente. Tal vez en California o en el Caribe las cosas fuesen diferentes. O en las islas Caimán. Pero su cuenta  corriente estaba casi a cero, y en la aduana de las Caimán aquello de “¿viaja por trabajo o por placer?” había sido sustituido por “¿turismo de evasión o evasión de capital?”.  

Mientras ordenaba su caótica habitación -la habitación de un artista, le gustaba pensar- encontró una cajita cuya existencia había olvidado por completo. La mujer con la que salía el año pasado le había regalado en las mismas fechas un pack de “La vida es bella”. “Una noche con encanto para dos”, rezaba la portada, y podía verse a una pareja hipnotizada por el crepitar del fuego de la chimenea y esa inefable sensación del placer anticipatorio.

Intentaron canjear el bono a primeros de año, pero siempre que telefoneaban alguien con voz desabrida les informaba de que estaban al completo en cuanto se enteraba de que se trataba de un pack de “La vida es bella”. Luego ella lo abandonó por un artista de las marionetas que además sabía tocar la armónica con el culo y la vida dejó de ser bella, si alguna vez lo había sido. Y ahora, apenas una semana antes de que el bono caducara, volvía a encontrarse con aquello. Lo consideró como una señal, un augurio, el vuelo de un ave, los posos del té, una llamada a la acción. Además odiaba el desperdicio, de manera que se propuso aprovechar el vale aunque fuese en solitario, qué demonios.

Tras consultar la guía de “La vida es bella” y marcar unos cuantos números de teléfono sin ningún éxito, estaba a punto de tirar la toalla. Aquella expresión sacada del mundo del boxeo nunca le pareció más acertada, dada su sensación de abatimiento. Y entonces, como el púgil que está a punto de besar la lona por el castigo al que le está sometiendo su contrincante y es salvado por la campana en el último segundo, alguien contestó al teléfono y le informó de que había una habitación libre.

Le costó dar con la dirección, y cuando lo hizo a última hora de la tarde y vio aquel caserón siniestro que emergió de repente en un calvero del bosque su estómago emitió señales inequívocas de alarma. Aquello no se parecía en nada a la acogedora casita que había visto en las fotografías de la guía. Procuró tranquilizarse a sí mismo pensando que se trataba de un efecto de la luz. Si alguien perdido en el desierto era capaz de confundir un exuberante oasis con un pedazo de arena por efecto del sol y el calor, ¿acaso era imposible confundir una cabaña alpina con aquella especie de… de castillo transilvano? 

Se dijo a sí mismo que era un tipo duro, un hombre acostumbrado a los rigores del ejercicio físico y curtido en mil batallas, y golpeó con aplomo la aldaba que colgaba en el centro de la puerta. Abrió la puerta una mujer  con rasgos de gárgola y rostro ancestral,  y aquel aplomo, si bien genuino, se desvaneció en la noche como la fragancia de una colonia barata. ¿Y eran imaginaciones suyas o había oído el aullido de un lobo en la distancia tan pronto como se abrió aquella puerta que nunca debería haber traspasado?

La mujer -porque ¿era una mujer, verdad?- le condujo a su habitación, aunque ella dijo “aposentos”, y le informó de que debido a anulaciones de última hora estaría completamente a sus anchas en la casa. Pensó en salir corriendo, volver a la ciudad derrapando en las curvas de la sinuosa carretera, dejar el coche en el parking Saba de la Plaza Cataluña poniendo fin a su diezmada cuenta corriente y mezclarse con la cálida humanidad en la sección de juguetes de El Corte Inglés. Pero entonces se aferró a su indomable fuerza de voluntad y recordó que era un hombre con una misión: pasar allí la noche. 

La entrada en sus aposentos, con aquella enorme cama con dosel, y sobre todo la visión de varios crucifijos y ristras de ajos, le reconfortó. La cena romántica a la luz de las velas, pues allí no conocían la luz eléctrica (inimaginable un comercial con carpeta y traje de cincuenta euros llamando a aquella puerta con sonrisa semiprofesional y una invitación a hacerse de tal o cual compañía eléctrica a cambio de un ahorro de un 0000,5 por ciento en el gasto anual y la promesa de una tostadora a pilas con whatsapp incluido), fue como un bálsamo para él: sopa de sobre como la que hacía su abuela, tortilla de patatas made in mercadona y de postre un yogur de frutas del bosque con fecha de caducidad del siglo pasado que hubiese hecho las delicias del cheff de “Pesadilla en la cocina”.

La puerta de su habitación carecía de llave o cerrojo y, con la desgana de quien no quiere parecer desconfiado, se dispuso a buscar medidas de seguridad alternativas: una cómoda a prueba de elefantes apoyada firmemente contra la puerta le confirió cierta sensación de intimidad. Y cuando se arrebujó entre aquellas mantas que olían a alcanfor y miró por ultima vez con tristeza el titilante rayo de luna que se filtraba a través del cristal de la ventana, sólo pudo tiritar un poco y pensar que tal vez podían haberle puesto un somnífero en aquella sopa de sobre que tenía un sabor tan extraño. 

Cuando despertó a la mañana siguiente notó una olvidada sensación,  por primera vez en muchos años se sintió feliz de estar vivo. Miró hacia la puerta y constató con alivio que estaba bien cerrada, la enorme cómoda como una pesada roca apoyada contra ella. Fue entonces cuando observó con horror algo que no estaba la víspera en la mesilla de noche. Era una caja envuelta en una especie de tela que tal vez hubiese sido un sudario. Y cuando la abrió con el aliento contenido cayó en la cuenta de que era la mañana del día de Navidad. “Felicidades”, rezaba la nota, y allí, en el interior de la caja, había para él un nuevo pack de “La vida es bella”.

 

Jorge Romera Pino

10 de diciembre de 2012


Suicidios políticamente incorrectos

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077Cuando encontraron al secretario general del partido de la oposición muerto en su cama de soltero nadie pensó que se trataba de un suicidio. La autopsia reveló, sin embargo, que había ingerido una dosis de somníferos suficiente como para tumbar a un elefante adulto. El secretario general del partido de la oposición estaba gordo, pero no hasta ese extremo.  El precio irrisorio que pagaban los diputados por comer en el restaurante del Congreso, por no hablar de las dietas que cobraban (dietas, ¿captan la ironía?) hacían comprensible aquel volumen, aquella exagerada humanidad, pero no explicaban el suicidio. ¿Qué había sucedido pues? ¿Se equivocó con la dosis, pues de todos era sabido que la aritmética no era su fuerte? ¿Confundió las cápsulas con caramelos sugus, una de sus debilidades? Finalmente, una nota manuscrita que fue hallada por un miembro de la policía científica dio fe de que la muerte había sido provocada por él mismo.

Tres meses más tarde uno de los miembros más importantes del partido en el poder, uno de los pilares del gobierno de la nación, faltó a su escaño, algo inconcebible teniendo en cuenta que aquel día era un miércoles, y los miércoles en el restaurante del Congreso siempre servían pimientos rellenos con caviar ruso y sorbete de Moët Chandon, sus talones de Aquiles, por mencionar sólo dos. Con el corazón en un puño, apenas un hálito de voz, el presidente del gobierno ordenó buscarlo en su domicilio, sito en la zona residencial más exclusiva de la capital, donde sólo vivían futbolistas, tertulianos de realities, políticos, famosos de medio pelo y banqueros, la flor y nata de la sociedad. Y allí lo encontraron, en la piscina con forma de riñón de su jardín versallesco, flotando en el agua clorada como si fuese un envase vacío de detergente de marca blanca. Una nota garabateada y casi ilegible -nunca terminó la enseñanza primaria- fue descifrada con éxito por el departamento de criptografía de la policía científica arrojando cierta luz sobre lo que todos sospechaban: suicidio.

Cuando una semana después hallaron el cadáver del presidente del país, un hombre gris, mediocre, sin carisma, sin ingenio ni empatía, en suma, con muchas de  las lagunas que debe atesorar el político ideal, todas las alarmas saltaron como sirenas antiaéreas ante un ataque enemigo. Lo encontraron en la bañera de su palacio, muerto mientras escribía, muy al estilo de La muerte de Marat, pintado por la mano maestra de Jacques-Louis David, como apuntó aquel policía culto -una rara avis-  con cierta sonrisilla de autosuficiencia mal disimulada. Pero a diferencia de Marat, el presidente del gobierno no fue apuñalado, sino que se cortó las venas como Séneca, según volvió a apostillar el mismo policía, que aquel día estaba en racha, comentario que fue recogido con significativos arqueos de cejas por parte de sus superiores. ¿Y qué estaba escribiendo el presidente del gobierno justo antes de morir? ¿Reflexiones filosóficas a lo Marco Aurelio? ¿Un soneto al estilo del gran bardo? ¿Tal vez la lista de la compra en el Mercadona? Nada de eso. Estaba escribiendo, lo habrán adivinado ya, una breve pero elocuente nota de suicido.

A partir de ese momento los políticos todos fueron cayendo como fichas de dominó. La prima de riesgo de aquel país con ínfulas europeas pero realidades africanas subió como un cohete espacial. El pánico cundió como mantequilla caliente bien untada en una tostada. Los empresarios más opulentos, aquellos prohombres de anchas espaldas y billeteras aún mayores, las fuerzas vivas de la sociedad, comenzaron a sufrir ataques de corazón tan repentinos como fatales ante la progresiva desaparición de sus fieles marionetas. Se produjo una especie de efecto mariposa, más concretamente la Ascalapha odorata, la mariposa de la muerte -según remarcó aquel policía también aficionado a la entomología-. Los más temerosos de Dios creyeron interpretar en todo aquello una maldición bíblica, una plaga sin precedentes; voces de sesgo cientifista apuntaron hacia algún tipo de gen debilucho que podía estar induciendo a los políticos al suicidio y a los capitanes de empresa al fallo cardíaco. Se habló de vudú, de brujería, de magia negra, de ovnis, de rosacruces, de técnicas ninja avanzadas, del triángulo de las Bermudas, de una conspiración en toda regla. Pero finalmente, cuando todo aquel humo se disipó, no quedaba ningún político en aquel país que había sido rico en ellos, si no en calidad, al menos sí en cantidad;  y los grandes financieros y sus vástagos, dinastías enteras, corrieron la misma suerte. Y cuando la población, abotargada como sumisos corderos, estupidizada durante años por millones de horas ante el  televisor, la playstation  y el smartphone, despertó de su letargo de siglos, los chinos ya gobernaban el país con mano de hierro.

 

Jorge Romera Pino


Hotel Pijolandia

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DSC01661 (2)Como Director General del Pijolandia, uno de los mejores hoteles del mundo, he abogado siempre por un trato exquisito a nuestros clientes, un espíritu de servicio a toda prueba y un buen gusto rayano en el Arte con mayúsculas. Ahora, sin embargo, me encuentro en la horrible tesitura de tener que defender mi honor y mi reputación, siempre intachables, ante el Consejo de Accionistas debido a un malentendido, o tal vez una oscura trama de acoso y derribo, que está degenerando en una auténtica Caza de Brujas. 

Todo comenzó a raíz de unas  críticas hacia nuestro establecimiento vertidas en una de esas execrables páginas de internet en la que viajeros de medio pelo que se creen una mezcla de Marco Polo y Ernest Hemingway deciden plasmar sus experiencias dromomaníacas alrededor del globo en una especie de sacrosanta comunión de supuestas almas gemelas.

Una amable señora, cuyo nick era Harpa_Melodiosa, tuvo a bien escribir la siguiente crítica sobre la calidad de nuestro servicio:

     ”Nuestra esperiencia en su supuesto hotél de 5 estrellas a sido lo mas horrible que nos ha pasado en la vida. Pedimos un Chivas de 12 años en la terraza con bistas al mar y despues de esperar casi una ora de relój nos sirbieron el whisky en basos de plastico. Nosótro sómo de hoteles de 5 estrellas y jamas emos recivido un trato semejante. No volberémos. Lo sepan.

En mi calidad de Director General de uno de los mejores hoteles del mundo, una de mis obligaciones, aunque quizá no la más grata, es responder con la elegancia de un diplomático educado en Eaton y Oxford comentarios de clientes insatisfechos que podrían empañar la excelencia de nuestro hotel en aras de preservar una imagen impoluta cuando no diáfana. ¿Qué habría hecho yo con el anterior comentario? Sin duda hubiese escrito algo así:

“Estimada Harpa_Melodiosa: Lamento de todo corazón que su estancia en nuestro hotel no haya sido completamente de su agrado, colmando así nuestros más profundos anhelos. Esos vasos de plástico a los que usted se refiere de forma quizá un tanto mordaz, son el fruto de muchas horas de trabajo por parte de nuestro equipo de investigación y desarrollo (I+D). Se trata de un concepto vanguardista en el servicio de nuestras bebidas espirituosas que tiene como principal objetivo la búsqueda de un cierto grado de complicidad con nuestros clientes de mente más abierta. Un Chivas de 12 años servido en un vaso de plástico es como una paradoja en sí mismo, un koan zen, una especie de oxímoron, si usted lo prefiere, que despeja la mente,   agudiza los sentidos e invita a la risa franca y jovial. Todo un giro copernicano en el vasto universo del servicio de bebidas. Esperando que esta explicación haya disuelto su mal sabor de boca, le invito a que vuelva a visitarnos y nos conceda una segunda oportunidad. Le prometo que en esta ocasión no le defraudaremos”.

Sin duda, alguna mente retorcida, quizá un subordinado descontento que pudiese haber despedido en el pasado por su incompetencia y su mezquindad, o posiblemente algún arribista traidor al que tal vez haya aplastado en el campo de golf con mi formidable swing y sueña por las noches con quitarme el puesto mientras se masturba en su solitaria cama, violó el sistema informático, entró en el ordenador central con mi contraseña y escribió lo siguiente con mi rúbrica:

“Apreciada señora Harpía_Mierdosa: Todavía estoy sorprendido de que haya logrado terminar de leer su crítica, máxime teniendo en cuenta que no sabría usted diferenciar una “v” de una “b” aunque se las presentaran en persona y está convencida de que los acentos son palitos que caen del cielo como gotas de lluvia. Esos vasos de plástico (“vaso” se escribe con uve, señora, aunque parece que para escribir “Chivas” y “whisky” no ha tenido usted ningún problema, eh, pillina) de los que tanto se queja en su “crítica”, si se le puede llamar así a semejante galimatías, se deben a que la pasta que teníamos prevista para el pedido de copas de cristal veneciano me la gasté en cambiar todas las ruedas de mi Porsche Carrera, que no vea usted cómo le piso en autopista en cuanto mi detector de radares me da luz verde. Sé que eso es ilegal,  ¿pero acaso no lo es escribir “bistas al mar”? Casi me deja ciego. Sólo puedo darle la razón en una cosa, que no vuelva usted más por aquí. Cuando me apetece un poco de fealdad y horterez para no perder de vista la realidad del mundo no tengo más que conectar mi televisor”.

Huelga decir que me quedé atónito cuando el Presidente de la cadena hotelera me urgió a hacerle una visita en su mansión de Ginebra, sugiriéndome que dejase mi automóvil a buen recaudo en el parking del hotel y me desplazase hasta allí en avión, a ser posible fletado por una compañía low cost.  

Al parecer, el caso de Harpa_Melodiosa, lejos de ser algo aislado, una gota de agua en el océano, por así decir, fue el primer peldaño de una escalera de despropósitos que me han obligado a subir al cadalso de la deshonra pública y el escarnio general. Y ahora,  mientras escribo esto desde el inhóspito y gris hotel que la cadena decidió levantar en el norte de Siberia, intento ordenar mis pensamientos en un discurso claro y convincente que logre limpiar esta afrenta y me transporte de nuevo al mando del hotel que regentaba en Hawai. La única que parece estar siempre contenta es mi hija, que desde niña ha amado los deportes de invierno y nunca tuvo la oportunidad de practicarlos todo lo que deseaba, pues yo soy un adorador del sol. Aunque a veces la sorprendo mirándome con ojos burlones, como si ocultase algo que yo no sé. Tal vez nunca debiera haberle prohibido jugar a la play…

 

Jorge Romera Pino

2 de enero de 2013

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25 centímetros

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el sol cegaba mis ojosDespués de todo, la mayoría de nosotros volvía de los carnavales. Había gente disfrazada de Napoleón, de Cleopatra, de Atila el Huno e incluso de Bob Esponja. Así que no sé por qué debería haberme extrañado que aquel tipo se sentara en la butaca contigua a la mía, que estaba libre, cuando sobrevolábamos el Atlántico.

Yo estaba un poco cansado después de una noche entera bailando la samba, y sí, había bebido un poco, lo que no es excusa para lo que luego sucedió.

El tipo en cuestión debía tener unos treinta años, cabello rubio y un rostro agraciado, pero había algo en él, tal vez aquella expresión crispada, como si estuviese con las puntas de los pies en el vacío, al borde del precipicio, que debería haberme puesto en modalidad de alerta. Pero ya he dicho que estaba cansado y algo bebido, de modo que cuando tras una breve presentación me preguntó a quemarropa si el tamaño importaba, me quedé completamente bloqueado.

-¿El tamaño? ¿El tamaño de qué?

-El pene. El falo. El miembro viril. La polla.

-Vale, vale. Lo he pillado a la primera, soy de los que leen el diccionario mientras esperan en la cola del supermercado.

Al parecer, el tipo había leído en no sé qué blog, “Territorio sin dueño” creo que dijo que se llamaba, que el tamaño del pene, falo, miembro viril, polla era fundamental para el placer femenino, y que sí, que realmente importaba y que ya estaba bien de tanto eufemismo y tanta ñoñería. La autora del blog, en un alarde de valentía divulgativa y un poco a la manera de la iconografía románica, que podía esculpir en un capitel o el tímpano de la fachada de una iglesia un pasaje bíblico para que el populacho analfabeto pudiera entenderlo, había considerado oportuno insertar al comienzo del post una fotografía en la que podía verse en todo su esplendor un cubo repleto de jugosos pepinos. Resumiendo, aquel pobre diablo se había obsesionado de tal manera que no podía pensar en otra cosa, cayendo en picado en una especie de espiral descendente de la que sólo le podría salvar el paracaídas de una autoestima fuerte. No hacía falta poseer los poderes deductivos de un Sherlock Holmes para colegir que aquel tipo no era ningún picha brava. Así que intenté levantarle el ánimo, subirle la moral, hacer de él, de nuevo, un ser humano.

“Créame, el tamaño está sobrevalorado”. 

“Pero la autora del blog…”

“Tonterías. Se trata de un mito, una leyenda urbana. Las mujeres son así, les gusta golpear donde más duele. Debería saberlo, usted ya no es un niño”.

“Pero es la pura verdad. Después de leer aquello me puse a pensar en todas las mujeres con las que me había acostado. Hubo un denominador común en todas ellas: a la hora de desnudarnos siempre se reían. Durante todo este tiempo pensé que se trataba de mi sentido del humor, siempre he sido un tío gracioso, o pensaba que lo era…”

“Vamos, vamos… Usted es un tío la mar de gracioso. ¡Jajaja! ¿Lo ve? Ya me ha hecho reír”. 

“¡Se está burlando de mí, negro de mierda!”

Joder, no me esperaba esto, en serio. Uno intenta confraternizar, ayudar, buscar una comunión de almas, ser plenamente humano… y este capullo te sale con el tema racial. Y si hay algo que me saca de quicio es el racismo. En realidad no soy de raza negra, tan sólo me había disfrazado de Nelson Mandela, pero aquel comentario me dolió como si lo fuera.

“Sí, soy negro. Creo que eso salta a la vista”.

“Usted no puede comprenderme. Todo el mundo sabe que los negros tienen penes enormes”.

“Hágase un favor a sí mismo: no crea todo lo que oiga o lea, sobre todo si es un topicazo de ese calibre”. 

“Es fácil decir eso cuando se es un superdotado. ¡A ver, cretino simiesco, dígame cuánto le mide la polla!”

Estaba claro que aquel tipo tenía la cabeza como una jaula de grillos, que necesitaba ayuda especializada o un buen puñetazo en la boca, lo que resultase más rápido y barato. Yo debería haber actuado de otro modo, pero ya he dicho que estaba cansado y, ahora, más que enfadado. Me sentía furioso. Estaba iracundo. Un volcán iba a entrar en erupción en el centro de mi pecho de un momento a otro. Aquel infeliz necesitaba un punto de inflexión en su vida, un cortocircuito sináptico que le hiciese ver la luz al final del túnel. Aquel imbécil necesitaba una verdadera epifanía. 

“Mira esto, eunuco”. Y tras esta invitación, me la saqué ahí mismo, delante de sus narices. Veinticinco centímetros de carne de primera calidad, el orgullo de mi familia, algo digno del dios Príapo. “Cuando estuve en Escocia me dio por bañarme en pelotas en un lago de por allí, y todo el personal empezó a disparar sus cámaras como locos creyendo que habían visto a Nessie, ya sabes, el monstruo del lago Ness. ¿Que si el tamaño importa? Joder, colega, es lo único que importa. Deberías saber que es el motivo número uno en la lista de suicidios masculinos después de la alopecia”. 

Ahora sí que tenía la expresión crispada, y con razón. La bocaza abierta, los ojos desorbitados… No tenía muy buen aspecto, no. Entonces se levantó y por fin pude ver de qué iba disfrazado. El muy capullo se había vestido con un traje de piloto de aerolínea comercial. Luego, con el paso vacilante, se dirigió hacia la cabina de vuelo, abrió, y se metió en ella. Pensé que aquello era imposible, que los pasajeros tenían prohibido el acceso. A no ser que… ¿por eso las azafatas le habían saludado con una risita cuando pasó junto a ellas? Fue entonces, en mitad de estas reflexiones, cuando las alarmas se dispararon y el avión comenzó a perder altura vertiginosamente.

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Jorge Romera Pino

23 de enero de 2013


Dientes

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Autorretrato“Tienes los dientes feos”, le dijo la mujer que acababa de romper su relación con él, “no es que eso haya sido determinante, pero quería que lo supieras”.

 Al llegar a casa una fuerza invencible le arrastró hasta el cuarto de baño, se miró en el espejo y sonrió. De acuerdo, no era la sonrisa de Tom Cruise, ni siquiera la de Simon Baker dejando caer que ha hecho una de las suyas en la serie “El Mentalista”, pero por Dios, eran sus dientes de toda la vida. Y nunca había tenido ningún problema con ellos. ¿O sí? Un momento, aquella chica de Mallorca, ¿cómo se llamaba? Sí, Estrella. Había tenido una primera cita con ella cuatro años atrás tras conocerse en una página de contactos. Tuvo que coger un avión desde Barcelona y sobrevolar el Mediterráneo invadido por esa mezcla de duda y placer anticipatorio para conocerla en persona. Ella no dejó de vanagloriarse en todo momento de su dentadura perfecta como la pieza clave de su tesis según la cual su vida y su visión del mundo eran científica y teológicamente superiores, al mismo tiempo que atacó frontalmente la dentadura de él como síntoma de un sistema filosófico erróneo y trasnochado. Todo lo cual, dicho sea de paso, no fue óbice para la locura de sexo y lujuria que se desató en las tres noches siguientes.

Pero de aquello hacía ya cuatro años. Estaba olvidado, bien doblado y metido en un cajoncito remoto de su memoria. O no. Y ahora aquello. Lo cierto es que empezó a no sonreír cuando se cruzaba con algún conocido por la calle, y al cabo de unas semanas ya apenas hablaba con nadie. Se dijo a sí mismo, para lo cual no tenía que mover la boca, que había que buscar una salida al problema. En la clínica odontológica que inundaba de publicidad su buzón le dijeron que con unos treinta mil euros -precios anticrisis- aquello tenía fácil solución. Estaba claro que su concepto de la expresión “fácil” no coincidía exactamente con el suyo. 

Semanas después, leyendo un artículo sobre ventriloquia, descubrió que podía hablar sin mover los labios. Entusiasmado, empezó a ensayar delante del espejo y al cabo de unos días ya dominaba la técnica. Rebosante de valentía y optimismo, acudió a una primera cita con una chica que había conocido a través de Internet con su mejor traje. “Voy un momento al baño a empolvarme la nariz”, susurró ella mientras esperaban a que el camarero les llevase un gintonic para ella y un vaso de leche para él. Pero ya no volvió. Desmoralizado, miró a su muñeco. Lo había comprado a buen precio en una tienda dedicada a la magia, y sin duda era un muñeco excelente. Incluso le había cogido cariño en aquellas semanas previas, repletas de errores y pequeños éxitos en aquel difícil arte. 

Pero era un hombre tenaz y acudió a todas las citas que siguieron a aquélla con su muñeco. Todos aquellos encuentros, huelga decirlo, fueron un estrepitoso fracaso. Las chicas se excusaban para ir al baño, o para pedir un azucarillo más al camarero, o recibían inesperados mensajes en sus odiosos whatsapp y luego desaparecían como si se las hubiese tragado la tierra. 

No era un hombre que tirase fácilmente la toalla, pero se dijo a sí mismo que la próxima sería su última cita. Vistió a Flaneto, que así había bautizado cariñosamente a su muñeco, con un bonito traje de marinero y acudió a aquel café con el corazón encogido de quien intuye su final. Se sentó a una de las mesas de la terraza mientras los nubarrones del cielo amenazaban tormenta, y esperó. Diez, quince minutos. Y cuando estaba a punto de levantarse para irse de allí, vio llegar a una mujer joven que le saludó con la mano. En uno de sus brazos llevaba cogida una muñeca.

 

Jorge Romera

Barcelona, 23 de septiembre de 2013


La locura de escribir. A la memoria de Miguel Merino.

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Los sucesos  que voy a relatar tuvieron lugar hace apenas unos meses y aunque es extremadamente peligroso hacerlo, siento que debo poner todo esto por escrito o me volveré loco. 

Fue a principios de abril de 2032 cuando me trasladaron a la Prisión de Alta Seguridad del Estado. Alguien encontró mis escritos y me delató al Comité. Todo el mundo sabe que desde hace diez años la escritura de cualquier tipo está penada con prisión y, en algunos casos, la muerte. Pensé que era ya demasiado viejo como para que alguien se tomase tantas molestias, pero subestimé la maldad humana. Qué estúpido.

La explosión demográfica se había invertido debido a la manipulación genética de algunos alimentos básicos destinados al populacho y las cárceles no estaban tan hacinadas como habría cabido esperar, todo tiene su lado bueno. Y mi celda estaba vacía, un verdadero lujo, hasta que llegó aquel muchacho. 

No era inconcebible que un viejo como yo hubiese puesto su libertad en peligro por seguir con un hábito tan arraigado como la escritura pero, ¿un chaval de apenas dieciocho años? Me intrigaba qué era lo que realmente le había llevado a un lugar como aquél hasta que una mañana me desperté antes del amanecer y le vi acariciando el muro que tenía detrás de la almohada. 

-¿Qué diablos se supone que estás haciendo, muchacho?

-Escribo.

-¿Te has vuelto loco? Nos matarán si te descubren.

-Todo el mundo duerme a estas horas.

-Yo no. Podría delatarte, chico estúpido.

-No, no lo harás. Si fueras de ese tipo de personas no estarías aquí.

-¿Cómo puedes estar tan seguro? Ni siquiera me conoces.

Entonces el muchacho me preguntó dónde iría si fuese libre, qué lugares visitaba con la imaginación cuando por las noches cerraba los ojos e intentaba mantener la cordura. Antes de que pudiese responderle, el muchacho habló por mí:

-A las montañas. Al Pirineo Central. Te gusta el color de la roca caliza cuando refleja la luz del sol. El azul turquesa de aquellos lagos te hace sentir como si hubieses vuelto al claustro materno, y el sonido que hace el viento al pasar entre las agujas de los pinos…

-¡Déjalo ya!

Sentí como si una descarga eléctrica hubiese recorrido mi espina dorsal. ¿Cómo diablos podía saber aquello?  Me incorporé e intenté ver lo que había escrito en el muro de piedra con la uña de su dedo índice, pero a aquella distancia era imposible leerlo. Así que no tuve más remedio que levantarme de la cama y acercarme a la cabecera de la suya. Y allí, frente a aquella fría piedra, me quedé helado mientras leía lo que aquel chaval había escrito. Detecté la influencia de García Márquez, de Cortázar, quizá también Delibes, pero con un estilo tan personal que lo hacía único y escurridizo a toda comparación. ¿Y quién leía a esos escritores? Cuando la lectura y la escritura se prohibieron esos autores ya eran minoritarios para la población lectora, cuyos gustos habían sido homogeneizados a conciencia por los estúpidos best sellers que la única y gigantesca editorial del Estado publicaba como si produjese televisores en una cadena de montaje.

-¿Qué haces aquí, chaval? Dime la verdad.

-He venido a sacarte de aquí.

-¡Venga ya!

-En serio, ¿cómo iba a tomarle el pelo a un viejo como tú?

Entonces me explicó que estaba esperando la llegada de un amigo. Lo sacaría primero a él y luego vendría a por mí. Hasta llegué a creérmelo, es lo que tiene la soledad llevada al extremo, pero cuando le pregunté por su amigo y me reveló que se trataba de un pájaro me cabreó de verdad. El realismo mágico está pasado de moda. 

Cuando al cabo de unos días me desperté antes del alba y vi su cama vacía pensé que me había gastado una broma, que estaba escondido debajo de la mía. Miré bajo mi lecho y ahí no había nadie. Entonces me acerqué a la cabecera de su cama y allí, tras la almohada, había escrito algo en el muro de piedra que me apresuré a borrar con agua:

“Espera a mí amigo. Él te sacará de aquí”.

Fue entonces cuando descubrí aquella pluma en el suelo. No había duda, era la pluma de un loro.

“Cuando mi amigo venga a por ti, llámalo por su nombre: Dragon, sin acento”.

 

 

Jorge Romera Pino.  11 de Abril de 2014

A la memoria de mi amigo Miguel Merino.

Compañeros que también han participado en este homenaje a Miguel:

Yeste:  http://misqueridaspersonas.blogspot.com.es

Inma: http://patchworkdeideas.blogspot.com.es

Ana: http://analogíasdehoy.blogspot.com.es

Dess: http://dessjuest.wordpress.com

Nieves: http://avernolandia.wordpress.com

Dolega: www.dolega.es

Chema: http://bitacorademacondo.blogspot.com

Marga: http://emeve.wordpress.com

María José: http://laboticariadesquiciada.wordpress.com

Marinel: http://marinelletras.blogspot.com.es

Jesús: http://masducados.blogspot.com.es

Luisa: http://misideascotidianas.wordpress.com

Bypils: http://nonperfect.com

Covadonga: http://unminutodenuestravida.blogspot.com.es

Brisa: http://briseando.wordpress.com


“Harina de otro costal”, de Ana Cepeda Étkina

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Harina de otro costal 001George Orwell decía que la historia la escriben los vencedores, y solo hay que leer 1984 para intuir, nunca mejor dicho, por dónde van los tiros. Claro que, de esa manera, es lógico que nuestra visión de los hechos se vea ligeramente sesgada, lo que hablando con propiedad se denomina desinformación.

Para neutralizar la basura desinformativa es necesario que de vez en cuando surjan libros valientes, como el de Ana Cepeda, que nos ayuden a ver lo que sucedió de verdad, sin toda esa contaminación mental de los desfiles triunfales y las fanfarrias del poder.

Su padre, Pedro Cepeda, fue un chaval malagueño que tuvo la mala suerte de nacer en ese periodo negro de la historia española: la Guerra Civil. Junto a otros niños españoles fue enviado a Rusia para evitar su muerte, lo que al final fue como huir del fuego para caer en las brasas. 

Es difícil no sentir simpatía y hasta fascinación por un tipo como Pedro Cepeda, una de esas personas con tal fuego interno que revientan si no dicen lo que piensan, algo que en una sociedad como la soviética, con el padrecito Stalin en el papel estelar de Dios Todopoderoso, te puede pasar factura. No es oro todo lo que reluce, ni siquiera en el “paraíso estalinista”, y para evitar que toda esa edulcorada fachada se viniese abajo, se prohibió el regreso a sus casas de todos aquellos niños que huyeron de la guerra para terminar en lo que más tarde se convirtió en una trampa para muchos de ellos mortal. Que Pedro Cepeda se propusiera huir de allí en el interior de un baúl clasificado como valija diplomática dice mucho de su arrojo, ingenio y determinación.

Ana Cepeda, basándose en un manuscrito de su padre, describe con sobriedad y oficio, sin sentimentalismos que podrían ser comprensibles pero enturbiarían la visión del lector, describe, decía, la Rusia comunista tal y como la vivieron muchos seres humanos que vieron cómo sus vidas se iban al garete por el brutal egoísmo y la arbitraria estupidez de un dictador y sus secuaces, y la estólida sumisión de un pueblo que se dejó engañar, pues la estupidez es sumamente contagiosa. Hambrunas, caza de brujas, encarcelamientos, palizas, torturas, campos de trabajos forzados… La escritora se mete en la piel de su padre y los diálogos que salpican el texto, cargados de chispa y vitalidad, nos hacen sentir cómo sin duda se sintieron sus protagonistas. Que el lector viva en sí mismo el miedo, la frustración y la impotencia de aquellos hombres y mujeres que se vieron de pronto en un callejón sin salida kafkiano es mérito de la autora.

Mención aparte merece Dolores Ibárruri, La Pasionaria, un mito con los pies de barro, quien supo hacer de la hipocresía y del refrán quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija una filosofía de vida. De ella procede la frase “tú eres harina de otro costal” que da título a este libro de memorias y supuso una suerte de condena existencial para Pedro Cepeda, pues en este mundo tener ideas propias puede ser muy peligroso. Ya lo dijo Johnathan Swift, todos los necios terminan por conjurarse contra ti.

 

14 de Agosto de 2014

Jorge Romera



¿Has cumplido ya los 50 y aún no tienes cuerpo de chulazo?

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aznar-tabletsDesde que José María Aznar se hiciera con aquel pack de abdominales después de jubilarse, las cosas ya nunca volvieron a ser como antes. Aquello supuso un revulsivo, un punto de inflexión, un giro copernicano: en España se desató el fenómeno chulazo. 

El personal de atención al cliente de La tienda en casa ya no daba abasto. Los teléfonos no dejaban de sonar, las redes sociales ardían como regueros de pólvora (¿ya había redes sociales entonces? Bueno, no importa), el producto estrella de la Teletienda, el Jes Extender, dejó paso a los aparatos para hacer abdominales rindiéndoles pleitesía. El mito del tamaño-sí-importa había quedado eclipsado por la supernova de aquellos cegadores abdominales presidenciales.

En las guarderías los niños ya empezaban a hacer abdominales con infantiles esfuerzos. En los casales de abuelos las aburridas partidas de dominó -para alivio de las mesas- fueron sustituidas por clases de abdominales dirigidas mientras los altavoces rompían los jadeos con los estimulantes acordes de “La Macarena”, que para nosotros es como el tema central de “Rocky” para los norteamericanos. Incluso es posible que un jovencísimo Mariano Rajoy hiciese dos mil abdominales cada mañana antes de sus ejercicios de vocalización delante del espejo que tanto éxito le depararían. Ah, ¿que hubiese sido de los músculos abdominales sin Aznar? Ni siquiera Bruce Lee hizo tanto por las artes marciales. Sí, amigos, había nacido una leyenda.

Pero al igual que bajar de los cuatro minutos en la carrera de la milla era algo inimaginable hasta que lo consiguiera Roger Banister el 6 de mayo de 1954, José María Aznar abrió una puerta que nadie sabía siquiera que existía: poseer un cuerpo bien tonificado después de los cincuenta. Fue un salto a una nueva dimensión, el comienzo de una nueva era; para muchos, una verdadera epifanía. A partir de ahí, el firmamento se llenó de estrellas tableteadas. Todo era posible, todo parecía fácil, al alcance de la mano: ése y no otro es el innegable mérito de los pioneros. 

De la noche a la mañana surgieron cremas para definir tus abdominales mientras esperabas a que llegase el autobús; técnicas de control mental ninja para tonificar tus abdominales con el poder de la mente; artilugios diseñados por ingenieros de la NASA para construir unas abdominales a prueba de seísmos; camisetas con un perfecto set de abdominales serigrafiado, para los más perezosos; dietas milagrosas, como la ya célebre dieta relaxing cup of café con leche, que prometía no ya abdominales de ensueño sino hasta juegos olímpicos.

Pasada la fiebre inicial, sin embargo, las salas de espera de los psiquiatras empezaron a llenarse de pacientes, y eso aún antes de que los recortes en sanidad se convirtieran en el pan de molde nuestro de cada día. ¿Qué estaba pasando? ¿Es un pájaro? ¿Es un avión?-se preguntaron los sesudos galenos ante aquella avalancha humana-. Y es que, ay, no todos tenemos la genética privilegiada -ni la voluntad sobrehumana- de un Aznar (o de un Rajoy, ya puestos). ¿O es que se pensaban que Aznar llegó hasta donde llegó porque sí? (O Rajoy, ya puestos). 

Los nuevos líderes políticos, los flamantes capitanes de empresa, en suma, los pilares de la sociedad no podían alcanzar semejante perfección abdominal, lo que produjo un gradual desencanto, una especie de apatía colectiva que desembocó en lo que algunos han terminado llamando crisis. Y ni siquiera la exótica belleza de un Paquirrín, o la inteligencia y la erudición de una Belén Esteban -baluartes indiscutibles de este país- lograron que los inversores internacionales recuperasen la confianza en la marca España. 

Estrellados contra el muro de la cruda realidad, muchos pensaron en lo que nunca hay que pensar: el suicidio, hacerse una liposucción, emigrar a otro país con un ex-presidente del gobierno que luciera sin sonrojo barriga cervecera… Lo que luego se convirtió en masiva fuga de cerebros, un dramático éxodo que nos ha dejado con una de las densidades neuronales más bajas de toda Europa, cinco habitantes por neurona, una cifra impensable cuando en este país se había logrado una de las metas más ambiciosas de nuestro sistema educativo, una hazaña sin precedentes: que todo el mundo supiese rellenar un boleto de la lotería primitiva.

 

Jorge Romera

27 de agosto de 2014

 


Justicia poética

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Jorge Romera PinoEra vox populi que aquel político se había llevado algo más que un apretón de manos por presionar aquí y allá en la recalificación de aquellos terrenos. ¿Pero qué es un bosque de árboles centenarios comparado con puestos de trabajo? Porque el nuevo complejo hotelero con casino, campo de golf y prostíbulo incluidos haría bajar el paro ¿o no?

Las excavadoras, las sierras mecánicas, las grúas, las hormigoneras hicieron acto de presencia el día señalado con sus gruñidos mecánicos y sus venenosos vapores, y en apenas una semana aquel bosque de cuento había desaparecido como si hubiese sufrido el azote de una plaga bíblica.

Mientras se ultimaban los preparativos para el día de la inauguración, el político decidió lavar su imagen ante los airados gritos de los siempre quejumbrosos ecologistas. Haría de la enorme terraza de su ático dúplex un gran jardín, un vergel sin parangón, un auténtico edén.

Se plantaron semillas traídas de todos los rincones del planeta. Los Jardines Colgantes de Babilonia estaban a punto de palidecer ante lo que se avecinaba. Al cabo de un tiempo las flores empezaron a abrirse, sus olores combinándose y flotando en el ambiente como una imposible sinfonía de aromas.

Por algún motivo, una de aquellas plantas no dio flor alguna. El político, en su papel de botánico de pacotilla, le había cogido afecto. Y es que hasta un político puede engañarse a sí mismo. 

Es posible que aquélla fuese una planta de interior. El político no recordaba de dónde procedían las semillas ni quién las había enviado. Colocó la planta en su dormitorio, no en vano sus hojas combinaban de maravilla con las cortinas. 

La planta crecía pero no daba flores, y el político empezaba a cansarse de ella. “Una planta sin flores es como… como… un gobierno sin políticos corruptos” se decía a sí mismo. Pero un buen día el político se despertó y vio que uno de los tallos había producido si no una flor algo que bien se asemejaba a ella. Se acercó e intentó olerla. Nada. Se acercó un poco más y entonces sucedió. Aquello se cerró sobre su cabeza y la cabeza desapareció. 

 

Jorge Romera

2 de septiembre de 2014

 

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Quien tiene un amigo tiene un tesoro

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cíclopeQuien tiene un amigo tiene un tesoro, o eso dicen. A mí estas perlas de sabiduría popular siempre me han parecido una majadería. A quien madruga Dios le ayuda. No por mucho madrugar amanece más temprano. ¿En qué quedamos? 

Ahí estaba yo, en aquel bar inmundo sin saber muy bien qué estaba haciendo en él. Benditos bares, dicen los de Coca-Cola. Venga ya. 

-¿Puedo sentarme?- preguntó un tipo bajito y calvo.

-Estamos en un país libre- siempre había querido decir esa frase, a fuerza de escucharla en las pelis americanas, aunque aquí, en Spain is different, no resultaba tan cantarina.

-¿Buscas compañía?- volvió a interrogarme el desconocido.

-Femenina, principalmente, pero todavía puedo hablar con un hombre.

-No, tranquilo, es que tu cara me resulta familiar. 

Resultó que habíamos crecido en el mismo barrio. El tipo era un par de años más joven que yo y quizá por eso nunca reparé en él, cosas de juventud. Comenzamos a evocar recuerdos en tonos sepia: cómo había cambiado todo, nuestros grupos musicales favoritos de aquella época… Hasta habíamos compartido amores platónicos de la gran pantalla. Le confesé aquel oscuro episodio con Ágata Lys, la deslumbrante Ágata. Yo estaba viendo una de aquellas películas llamadas “de destape” en el anfiteatro de un cine de nuestro barrio, ahora convertido en un Mercarroña. Siempre iba al anfiteatro porque era más barato que una butaca de platea. Además, desde arriba las pelis se veían mejor. Me encontraba solo, en primera fila, con la exuberante Ágata en la pantalla. Yo tenía diecisiete años a la sazón y, bueno, mi sistema hormonal debía funcionar como la turbina de un Boeing 747, porque en un momento dado de la proyección me bajé los pantalones y me dejé llevar por la visión de aquellas turgentes redondeces. Ni siquiera pensé que allá abajo, en la platea, podría haber alguien. Ah, la inconsciencia de la juventud. Y mira por dónde, Julián, que así se llamaba el tipo calvo y bajito, vio esa misma peli. Y acostumbraba a comprar butacas de platea, el muy clasista… ¿Estaría allí aquella tarde? A lo mejor fue él quien puso de moda el uso de gomina en el barrio… Jajaja. No podía dejar de reírme ante aquella idea. 

-Oye, Julián, ¿tú antes de quedarte calvo usabas gomina?

-Pues sí, ¿por qué lo preguntas?

-Por nada, pura curiosidad.

-¿Qué te hace tanta gracia?

Aquello me enterneció y le di cancha, olvidando mis intenciones predatorias iniciales, un golpe de suerte para las mujeres que empezaban a pulular por allí. Resultó que Julián trabajaba en el Tesoro. 

-¿Estás de coña? ¿Dónde hacen los billetes?

Bueno, yo no acostumbro a beber nada aparte de leche de soja y zumo de zanahoria, pero aquella noche hice una excepción. Ahora entiendo lo de bebedor social. 

-La verdad es que no sería imposible hacerse con un kilo.

-¿Un millón de euros? Has bebido demasiado…

-Soy yo quien lleva el registro. ¿No lo pillas? Cuando descubrieran el pastel ya estaríamos en las Bahamas. O en las Caimán…

-No, ahí no. Demasiados políticos, y aún no se ha inventado un antihistamínico eficaz contra ellos.

Urdimos el golpe allí mismo, con servilletas de papel manchadas de cerveza. Mal momento para empezar a beber alcohol. Dibujamos diagramas, trazamos flechas, ideamos contraseñas… El resto es historia, hasta salió en la prensa. Los billetes que logramos sacar estaban impresos por una sola cara, pero nos trincaron igualmente, en el puto aeropuerto. Y ahora compartimos celda. Bueno, al menos yo duermo en la litera de arriba.

 

En agradecimiento a Inma por la concesión del “Premio al mejor blog amigo”.

Jorge Romera

6 de septiembre de 2014

 

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Aire acondicionado

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5 de agosto de 2014Cuando llegué al tanatorio con mi madre ya tenía ganas de volverme a casa. Y es un lugar acogedor, no crean. En la entrada incluso hay coronas de flores con los escudos del Barcelona, el Español y el Real Madrid para esos difuntos para los cuales el fútbol era algo más que una pasión. Son detalles que me enternecen, que me empujan a meditar sobre la materia de la que estamos hechos.

El finado, un nonagenario vecino de la escalera, estaba en un féretro colocado en una sala adyacente, y mientras los familiares departían sobre el siempre emocionante comienzo de la liga, yo opté por dedicarle unos minutos al verdadero protagonista. 

Se estaba bien allí, el sofocante calor apartado momentáneamente gracias a la tecnología. ¿Qué sería del verano sin aire acondicionado? Sí, lo sé, la industria de los desodorantes todavía obtendría mayores beneficios. Una lástima.

De pie, frente al difunto, no pude evitar pensamientos graves, profundos, realmente trascendentes. Algunas de las preguntas fundamentales que me empujaron a matricularme en Filosofía se colaron en mi embotado cerebro como polizones en un barco. Luego fueron descartadas, echadas al océano de la basura mental, sí, como polizones pillados in fraganti. Ah, las preguntas fundamentales… Supongo que por eso abandoné la carrera. De todos los tipos de onanismo, el mental es el menos satisfactorio…

Así que ahí estábamos, el difunto y yo, sólo separados por un cristal. El placer del aire acondicionado me llevó a pensar que, quizá, en la zona en la que estaba el féretro el aire debía de ser más fuerte, por una pura cuestión de higiene sanitaria. Ese pensamiento pareció quedar en estado latente, flotando en esa especie de limbo al que van a parar esos impulsos eléctricos que son nuestras más tontas ideas hasta que, durante un ocioso examen de la indumentaria del difunto, me pareció percibir algo que sobresalía del bolsillo superior de su traje. Me acuclillé, agucé la vista y…, no había duda, aquello era un billete de 500 euros.

Sin duda la potencia del aire acondicionado había provocado, merced a cuestiones físicas susceptibles de ser traducidas a sesudas ecuaciones, un movimiento lateral del billete hasta sobresalir del bolsillo. Quizá el finado lo guardó en aquel traje, lejos de los ojos de Argos de su esposa, a la espera de una ocasión propicia para gastarlo, quién sabe en qué, eh, viejo tunante… Pero allí estaba, esperando a que alguien con verdaderas necesidades le echara el guante. Después de todo a él ya no iba a hacerle ninguna falta, y el mito de las monedas para Caronte, el barquero de la laguna Estigia, estaba un poco desfasado. ¿Me siguen?

Intenté abrir la puerta de la sala donde estaba el féretro, pero estaba cerrada con llave. ¿Qué podía hacer? Pensándolo ahora me avergüenzo de mi proceder, pero supongo que fue el calor. No lo sé, a veces hacemos cosas que ni siquiera imaginamos que haríamos jamás.

-¡El difunto! ¡Acaba de moverse!- me oí gritar.

Los hijos del finado entraron como en tromba, su viuda se desmayó. Gritos, pisotones, carreras, exabruptos. Exclamaciones de “¡Milagro” y “¡Aleluya!” sonaron por todo el tanatorio como el eco de una salva de cañonazos.

Llegó el encargado con las llaves. Enfermeros con desfribiladores apartaron al respetable. Allegados de otros difuntos se agolpaban en la puerta de la sala. Helicópteros de la televisión local sobrevolaban la zona. Me introduje como pude en el interior de la habitación y, con la rapidez de un camaleón atrapando una mosca, me hice con el billete.

Mi corazón palpitaba, mis manos eran un torrente de sudor, verdaderas cataratas del Niágara convertidas en fluidos corporales. Salí a la terraza, ahora vacía de gente. Respiré hondo y me sentí como Dios, un lugar apropiado para ello. Entonces desarrugué el billete y ahí estaba: 500 eurazos contantes y sonantes. Y en el reverso podía leerse: “Imprenta Bermúdez. Fotocopias láser, flyers, serigrafía. Precios anticrisis”.

 

Jorge Romera

7 de Octubre de 2014

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Mi viejo Daewoo

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selfie 199La vida está llena de sucesos inexorables: el envejecimiento, la enfermedad, la muerte… tener que pasar la ITV. Como cada año, la cita con la inspección técnica de vehículos llamó a mi puerta como la vieja y oscura Parca con su afilada, letal y gastada guadaña. Llamé por teléfono para pedir día y hora, intentando retrasar aquel lance lo máximo posible, pero al final todo llega. 

Mi viejo Daewoo y yo nos dirigimos hacia allí aquella mañana con el ánimo del soldado que sabe que no regresará de la batalla. “Si muero, llévale esta carta a mi mujer, dile que la quiero, que siempre la querré…”. No falla, en todas las pelis en que uno de los personajes dice algo así, ineluctablemente, como el día sucede a la noche, la caga. 

Las señoritas de recepción parecían tan amigables y cordiales que podrían oscurecer el buen ánimo del único acertante del euromillón, apagar las velas de una tarta de cumpleaños sin necesidad de soplar, o romper en mil pedazos un espejo con sólo mirarse en él. 

–¿De quién es ese coche?– interrogó con cara de asco una de las recepcionistas, la antipatía rezumando por cada poro de su piel, como si en lugar de mi poderoso Daewoo hubiese aparcado allí un carrito del súper lleno de chatarra.

–Es mío, ¿no le gusta el color?– respondí yo intentando hacerme el gracioso. 

–Retírelo ahora mismo de ahí o tendrán que llevárselo– ordenó imperativamente la señorita de la cara de asco disfrutando de cada segundo de su diminuta parcela de poder. 

Solícito como un lacayo de librea, salté a los mandos de mi Daewoo para ponerme en la fila que me habían señalado perdiendo así varios puestos en la cola. Pero no importa, a mandar, la ITV es cosa seria. Después de pagar los 40 euros preceptivos, una parte de los cuales iría a engrosar las arcas de algún político corrupto (esto último, ¿no es un pleonasmo?), esperé a que me llamaran. Un silbido del primer mecánico y allá vamos. Y hoy nada de “¿Es a mí? ¿Estás hablando conmigo?”. Dejaremos las imitaciones de Robert de Niro para otra ocasión.

Los operarios de la ITV son como agentes de la autoridad, y uno les debe respeto y temor reverencial, un poco como al temible Dios del Antiguo Testamento. Ellos ordenan y yo obedezco. Una tontería, un desliz, un quítame allá esas pajas… y eres carne de cañón. Y si tu coche no pasa la ITV…, entonces no queda más remedio que ir al otro mecánico. Y ése… ése sí que da miedo. Con su capucha de verdugo medieval y su enorme hacha a punto de caer sobre tu mísera cuenta corriente de parado de larga duración, el mecánico de taller es el nuevo hombre del saco, la Santa Inquisición, la Gestapo… todo junto. Cuarenta euros la hora de mano de obra sin IVA es como para pensárselo a la hora de tontear con los chicos de la ITV. Poca broma.

La cosa va bien, hasta que en la segunda prueba el operario mete la mano en mi salpicadero para coger la ficha técnica y en lugar de ese importante documento agarra algo que no debería estar allí, pero soy tan desordenado…

–¿Qué cojones es esto?– pregunta mirando lo que tiene en la mano. 

–Una caja de condones vacía. Son suecos, en la etiqueta dicen que son irrompibles…– contesto yo, que no puedo evitar hacer un chiste ni en un funeral.

La cara que pone el operario no augura un final feliz y le cuento una anécdota para quitarle hierro al asunto. Cómo mi sobrino, el pequeño Gabi, se puso a estudiar un par de semanas atrás la misma caja que tiene ahora el operario en las manos y me acribilló a preguntas:

–¿Qué es esto, tito?– inquiere mi sobrino con voz infantil.

–Una caja de profilácticos– contesto yo en tono didáctico.

–¿Qué dices? Venga, tito, no me seas tan técnico…

–Ya tienes nueve años, chaval. No me vaciles. Es una caja de condones.

–¿Y qué esto que tiene en la punta?– el chaval está estudiando el dibujo de la caja como si fuesen a preguntárselo en el examen final.

–¿A ti qué te parece? ¿Lo flipas o qué? Eso de la punta es el depósito, hombre.

–¿Y para qué sirve?– el chaval es inmune al desaliento.

–Vale, si lo prefieres te dibujo unos diagramas y unas flechas a ver si lo pillas. El de-pó-si-to…

–¿Pero para qué es, tito? ¿Es por si se te escapa un poco de pipi mientras lo estás haciendo con tu novia?

Mi sobrinillo Gabi…, es un cabroncete de mucho cuidado. Pero conseguí despertar la hilaridad del operario… Prueba superada. Y las demás, bueno, fueron sucediéndose una tras otra hasta llegar al final. Y cuando quise darme cuenta, una mano curtida y generosa estaba ya pegando en el interior del parabrisas el adhesivo que le otorgaba a mi viejo Daewoo un año más de vida, el preciado salvoconducto que me permitiría circular con el beneplácito de los agentes de la ley y el orden… Ni siquiera recordaba desde cuándo no pasaba la ITV a la primera. Acababa de ahorrarme un pastizal en el taller más cercano. Me sentí eufórico, henchido de júbilo y éxtasis, un hombre renacido. Sí, amigos, a  veces la vida también puede ser hermosa.

Metí la primera, puse el intermitente y salí de allí. Hasta el año que viene. Dicen que el amor es ciego. ¿Y acaso el júbilo, la euforia y el éxtasis no son un estado de conciencia parecido al amor? Supongo que por eso no vi el camión que me embistió por la izquierda… 

 

Jorge Romera

30 de octubre de 2014

 

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